(bajaré por ella) a la profundidad grandilocuente
De las manifestaciones humanas, la que más admiro (aunque bueno, admiro pocas) es la capacidad de soñar. No logro entenderla del todo, y no me preocupa hacerlo. ¿Viajes astrales? ¿Recuperaciones ópticas transformadas? ¿Formas psicológicas del inconsciente por resolver la realidad? Bah, por lo menos esta última me parece una explicación prosaica. No creo que al “sueño” le importe un comino el bienestar emocional de uno. El sueño no es un estado “humano” de uno; es un estado inhumano, en cuanto que por inhumano entiendo sobrehumano. Si me preguntaran cuál sería mi vida perfecta, respondería sin dudar: “dormida, soñando”. Si me preguntaran que empezaría a extrañar, de antemano, si supiera que voy a morir pronto, respondería, sin pose: “realmente me angustia saber que no volveré a soñar”. Si me preguntaran qué planes recreativos tengo para este año, diría: “soñar más”. Vendería mi alma por el sueño interminable. Arriesgaría mi vida por una hora entera de sueños.
Es verdad que en parte es porque soy una persona inconforme con mi realidad, con la realidad y un poco bastante pesimista en cuanto a las relaciones humanas (de cualquier tipo), pero, además, ¿qué más podría desear uno que transitar por el sueño? Abrir una tras otras las puertas de paisajes y emociones “recalcitrantes”, pleno y libre, con el peso adecuado. Cuando uno está sobrio el peso es demasiado; la prueba está en que uno se enferma de estrés, o se muerde un labio hasta producirse una herida (como yo) al no saber cómo pagará la renta. El peso es demasiado porque uno vive “prosaicamente” (al calce: 422 para Telmex; no sé cuánto del celular; 3150 de renta; 100 para un tóner, etcétera) y porque uno sabe que va a envejecer; que no hay recompensa; que de todas maneras, uno será un viejo enfermo algún día. La noción de la muerte hace que uno acometa todo con cierto grado de cansancio. Cuando uno está intoxicado, el peso es demasiado poco, tanto que uno quisiera estar intoxicado por siempre. Pero tarde o temprano llega la cruda y el peso parece insoportable. En el sueño es distinto: todo es intenso y puro. Nuestra capacidad de asombro es inconmovible a la pesadilla. Paisajes, ¡dadme paisajes! señor del Sueño, amo de los baldíos celestiales.
Todas las culturas han mostrado un respeto incomún (sí, incomún), al Sueño. Hasta el Poder le teme. No hay nadie que no se haya estremecido por un sueño; o que haya creído ver en él el futuro. Incluso el pecaminoso y recatado catolicismo no ha tenido de otra más que encontrar en él una fuerza capaz de retar a sus santos. Íncubo o súcubo, el poderoso señor ostenta su marca inconmensurable: “no me podrás descifrar (nunca)”. Todas son explicaciones, lecturas.
Traigo a colación esto porque hoy decidí tomar mi medicina por la mañana, ya que el ache vasodilatador me estaba provocando pesadillas. Sí, parece muy maniaco, pero después de siete días soñando cosas angustiosas, decidí cambiar de horario. Una de ellas me pareció muy interesante (bueno, en el momento sufrí harto), por “su lectura” del Infierno. Estaba en un paraje que se alargaba “hacia abajo”. Un hombre (que resultó ser Gandalf, de The lord of the rings) nos instruía a ocultarnos: “Ya viene; el Ángel del Apocalipsis está aquí. Huyan”. Tarde me daba cuenta que me escondía muy estúpidamente, y que probablemente me encontraría. De pronto vi entrar su hocico en la cavidad donde me encontraba. El ángel era horripilantemente espantoso: una mezcla de T-rex con gato japonés de esos que no tienen pelo, del color de las ratas recién nacidas. (¿Nunca han visto una rata recién nacida? Se han perdido de sentir una ternura nauseabunda). El ángel me encontraba y me devoraba. Se supone que uno no puede morir en sueños, así que el acto de “devorar” era distinto: yo observaba “físicamente”, desde donde estaba, al ángel llevarse una especie de holograma mío a la boca, y entonces comenzaba a sufrir “el infierno”: una mezcla de dolor físico con la angustia de la conciencia de que ese dolor “era para siempre”; de que yo no iba a morir y sufriría, cada día, cada hora, cada segundo, “literalmente” “eternamente”. Me costó trabajo despertar, y luché para no volver a dormirme inmediatamente (para no volver a sentir eso).
Ayer ya no tuve pesadillas. Soñé mi ciudad, que nunca es ésta. En mi sueño había unas como chimeneas en un barrio chino, pero instalado más al poniente, sobre la México-Tacuba. En las chimeneas había aves, y alguien preguntaba: “¿Y en tu poema, dónde están las aves? Óyelas, lo que dicen es intraducible, ¿cómo podrás reproducirlo? ¿Podrás hablar de su vida misteriosa y mágica (y sin embargo prosaica) en estas chimeneas? Debes encontrar un párrafo para las aves”. Me desperté pensando si sería cierto. Odio a las palomas (inmundas palomas). Me gustan muchos los zanates y les tengo cierta simpatía a los gorriones. Pero no se me había ocurrido “concentrarme” en las aves. Últimamente sueño mucho a mi hermano. La última vez, por primera vez, lo soñé como es hoy. Siempre lo sueño como cuando era niño. El sueño es capaz de negar al tiempo: él es mi juguete. Resulta que yo era adolescente y el era un muñeco que creía. Hasta ahora, todos los niños varones de entre 6 y 9 años me parecen angelicales, pero ninguno tanto como ese muchachito que me pedía que viera “la telita” con él. No lamento que haya crecido, pero agradezco recuperar su luz infantil en el sueño. Me despierto y digo: “nadie lo tiene como yo: para nadie es tan mío como para mí”.
El sueño tiene todas las ventajas sobre la vida: uno es siempre vital; uno se maravilla; uno “no se puede” morir; uno descubre cosas nuevas siempre (o sea, uno es “forever young”); el sueño no tiene consecuencias; uno es libre; (incluso) uno se puede avergonzar sin sentir vergüenza por ello. Lo que me lleva a preguntarme: ¿podría vivir siempre dormida? ¿Es que el sueño posee toda esta belleza, ÚNICAMENTE, porque uno despierta a la prosaica realidad?
(subiré con ellas) desde la profundidad arrebolada